Esa primera noche en Istanbul fue de lo mejor. Ese país te seduce, tiene ese encanto que hace que te sientas feliz, lleva el misterio de aquello que uno supone será maravilloso. Caminar por esa calle peatonal llena de jóvenes hombres y mujeres, la mayoría locales. Era jueves, y la calle estaba llenísima, yo pensaba que por ser jueves, los locales la usaban como día de paseo, pero no era así, también en martes estaba repleta de jóvenes. Istanbul tiene un alto porcentaje de su población en jóvenes menores a los 30 años y se nota en las calles.
La cultura está muy europeizada, yo esperaba ver mujeres de todas edades, veladas. Pero no. Las jóvenes, no llevan ningún velo, ni muestran sólo los ojos como se podría percibir en Irán, o en otros países musulmanes. Vimos muchas mujeres iraníes de todas las edades, esas sí, con su Burka o como se llame la sotana que les cubre de cabeza a pies. Pese a la gran influencia eurpea, los jóvenes turcos, se ven recatados y bien comportados, y parece que uno está en cualquier ciudad de Europa por la vestimenta que llevan.
Uno de nuestros compañeros de viaje, se llamaba Horacio. Él tiene esa simpatía, esa forma de hablar, que no importa lo que diga, seguramente parecerá una broma. "Mirá aquí le llaman Koafer. Mirá pero si es un coiffeur, solamente lo disfrazan para que parezca turco". Había que cruzar una calle donde confluían varias otras calles, había que pararse en medio de cada una permitiendo que pasaran los autos. Una vez que dominamos el cruce de esa calle, dice Horacio: "Mira ya somos turcos, ya cruzamos igual que ellos". Había uno como conventillo donde cada casa era un restaurante. Entre todos pagaban el alquiler y el show. Desde la primera noche que pasamos por enfrente de éste, entramos a investigar cómo era. Cada vez que pasábamos por enfrente, nos quedábamos un poco más de tiempo, cada día tomábamos una copa, otro día comíamos y así, la última noche que pasamos por allí, le he preguntado si no ibamos a pasar al lugar predilecto, se me quedó mirando y con la voz de quien tiene todo seguro, me respondió "no, ya soy socio". Tal vez al comentarlo no suene tan simpático, sin embargo en ese momento, no pude más que tirarme a reír. Ese hombre en verdad sabía mantenerme en estado de risa etílica.
Al siguiente día visitamos el Castillo de Dolmabahçe. Es un lujo grandioso el de este lugar. Los jardines bien cuidados, las rejas ya cerradas, pero entonces abiertas a la navegación por el Bósforo, cada rincón de este castillo tiene una ventana a este hermoso río cuyos colores cambian según la hora del día y el sol que le esté pegando. La guía nos describía con detalle el uso que se le daba a este castillo, eran las oficinas del sultán. Aquí recibía a los jefes de estado, y presidentes que tenían a bien visitarlo. Los salones son inmensos, con techos altísimos, la decoración repleta de oro y espejos, de cuadros valiosos y alfombras hermosas. En forma curiosa, observamos que los muebles no estaban desgastados, que las sillas eran muy pequeñas para el alto de la mesa, y, nos contaba la guía, que ellos usaban el suelo para sentarse, los muebles eran sólo pantalla para los visitantes. El castillo era sólo de hombres. Ninguna mujer podía pasar ni disfrutarlo, si acaso podía mirar a traves de las celosías, para que nadie las viera.
También pudimos conocer el Harém. Esta guía maravillosa nos describía con detalle las costumbres y organización de éste. La mujer más importante, era la madre del sultán, aquí no había papá sultán y el descendiente, todos morían para poder dejar el trono al heredero. La madre tenía pase directo a cualquier rincón, me parece que ella era la única que podía visitar el castillo. El harém era donde el sultán vivía y trabajaba, el castillo era sólo fachada. Aquí el sultán vivía con sus 10 concubinas. La madre las elegía y entre ellas, el sultán podía elegir a 4 favoritas. Éstas permanecían como favoritas, siempre y cuando, el sultán pasara con ellas durante 4 o 5 noches seguidas, si alguna ya no recibía ese privilegio, debía cambiarse de habitación. Las habitaciones eran grandes, cada una tenía 3 o 4 dormitorios y una sala, eran como pequeños apartamentos para la concubina y sus hijos. Entre ellas convivían en los lugares comunes, y los chicos se desarrollaban como hermanos en este grandísimo lugar. También la servidumbre tenía sus rangos. Las empleadas domésticas principales tenían una pequeña habitación, y las de menor rango, solamente una cama. Era aquello un hervidero de gente, 10 mujeres con todos sus hijos, 4 ó 5 por cada una, además la servidumbre superior y la menor. Todas ellas mujeres. Los hombres eran negros y eunucos, para que el sultán tuviera la supremacía sobre toda la población de su casa.
Esa noche Horacio, durante la cena, soñaba con ser un sultán y tener un harém. Ese restaurante tenía una decoración especialmente de sultanes, porque tenía pintados en las paredes hombres en ricos trajes, todos congregados, de una forma elegante y de importancia. Mirando las pinturas en las paredes, Horacio imaginaba . "¿Qué sería tener cuatro mujeres para mi solo?" Mientras su mirada vagaba en la distancia y su sonrisa mostraba placer y un poco de picardía, el representante de África contaba que su cultura les permitía tener las mujeres que pudieran mantener, que a veces el rey tenía conflictos porque no sabía con cuál de sus concubinas viajar, que seguramente ambas lo servían muy bien, y estando complacido con ellas, alguna vez tuvo que viajar con ambas, tras la incertidumbre y la indecisión de no querer herir los sentimientos de ninguna.
Así transcurrió la comida, cada representante contando la usanza de sus culturas y haciendo bromas sobre lo que las otras culturas apreciaban de ello. Una vez terminados, estábamos por levantarnos de la mesa "falta tu mujer, Horacio" le dijo uno de la mesa "no importa, se puede quedar, aún tengo otras tres de reserva". Había sido una velada tan divertida y creativa. Nuevamente nos dirigimos a dormir cruzando calles "al estilo turco" como diría Horacio, percibiendo el aroma de los marrons que venden en los carritos en las calles, escuchando el llamado de las 10 de la noche, última llamada a rezar entre los musulmanes.
Ese sonido característico de la llamada, suena como un concierto de elefantes levantando sus trompas. Varias veces al día, cada cuatro horas se repetía esta faena, escuchar los elefantes durante 15 minutos balar con sus trompas al aire, para continuar con el silencio de una vida rutinaria de turistas.
Cuántas veces he intentado escribir una novela sobre Istanbul, sin suerte. No me puedo meter en esa cultura islámica tan diferente a la occidental, con costumbres opuestas completamente. El escritor Pierre Loti, quien viviera en Istanbul durante 20 años, escribió un pequeño libro de sólamente 100 hojas, en donde en algunas páginas da una ligera visión de la cultura, de la forma en que él se infiltró y de lo que el destino le tenía. Fue una mujer, la que lo dejó aparcado allí todo este tiempo. Él era militar y había tenido una asignación en Turquía, donde conoció a Aziyadé, una esclava hermosa que de alguna forma se cruzó por su camino. Como tenía dueño, ella por medio de un mensajero, le hizo saber que pronto llegaría a Istanbul, que allí la esperara, y ella le enviaría un mensaje. El hombre la esperó por meses, deseando que el llamado de sus superiores, no le hiciera moverse de Istanbul. El se hizo mercader como tantos otros turcos y aprendió a mezclarse con todos ellos. Una vez a la semana venía Aziyadé entre las sombras, para que al amanecer, sin todavía haber despuntado el sol, salir cautelosa para regresar al harem, a esperar otra larga semana que los acercara.
Intentando escribir una novela me pierdo, al igual que Pierre Loti, entre la confusión de culturas. Entre lo prohibido del islam y la cultura velada que seguramente estará bien controlada entre sus seguidores.
La cultura está muy europeizada, yo esperaba ver mujeres de todas edades, veladas. Pero no. Las jóvenes, no llevan ningún velo, ni muestran sólo los ojos como se podría percibir en Irán, o en otros países musulmanes. Vimos muchas mujeres iraníes de todas las edades, esas sí, con su Burka o como se llame la sotana que les cubre de cabeza a pies. Pese a la gran influencia eurpea, los jóvenes turcos, se ven recatados y bien comportados, y parece que uno está en cualquier ciudad de Europa por la vestimenta que llevan.
Uno de nuestros compañeros de viaje, se llamaba Horacio. Él tiene esa simpatía, esa forma de hablar, que no importa lo que diga, seguramente parecerá una broma. "Mirá aquí le llaman Koafer. Mirá pero si es un coiffeur, solamente lo disfrazan para que parezca turco". Había que cruzar una calle donde confluían varias otras calles, había que pararse en medio de cada una permitiendo que pasaran los autos. Una vez que dominamos el cruce de esa calle, dice Horacio: "Mira ya somos turcos, ya cruzamos igual que ellos". Había uno como conventillo donde cada casa era un restaurante. Entre todos pagaban el alquiler y el show. Desde la primera noche que pasamos por enfrente de éste, entramos a investigar cómo era. Cada vez que pasábamos por enfrente, nos quedábamos un poco más de tiempo, cada día tomábamos una copa, otro día comíamos y así, la última noche que pasamos por allí, le he preguntado si no ibamos a pasar al lugar predilecto, se me quedó mirando y con la voz de quien tiene todo seguro, me respondió "no, ya soy socio". Tal vez al comentarlo no suene tan simpático, sin embargo en ese momento, no pude más que tirarme a reír. Ese hombre en verdad sabía mantenerme en estado de risa etílica.
Al siguiente día visitamos el Castillo de Dolmabahçe. Es un lujo grandioso el de este lugar. Los jardines bien cuidados, las rejas ya cerradas, pero entonces abiertas a la navegación por el Bósforo, cada rincón de este castillo tiene una ventana a este hermoso río cuyos colores cambian según la hora del día y el sol que le esté pegando. La guía nos describía con detalle el uso que se le daba a este castillo, eran las oficinas del sultán. Aquí recibía a los jefes de estado, y presidentes que tenían a bien visitarlo. Los salones son inmensos, con techos altísimos, la decoración repleta de oro y espejos, de cuadros valiosos y alfombras hermosas. En forma curiosa, observamos que los muebles no estaban desgastados, que las sillas eran muy pequeñas para el alto de la mesa, y, nos contaba la guía, que ellos usaban el suelo para sentarse, los muebles eran sólo pantalla para los visitantes. El castillo era sólo de hombres. Ninguna mujer podía pasar ni disfrutarlo, si acaso podía mirar a traves de las celosías, para que nadie las viera.
También pudimos conocer el Harém. Esta guía maravillosa nos describía con detalle las costumbres y organización de éste. La mujer más importante, era la madre del sultán, aquí no había papá sultán y el descendiente, todos morían para poder dejar el trono al heredero. La madre tenía pase directo a cualquier rincón, me parece que ella era la única que podía visitar el castillo. El harém era donde el sultán vivía y trabajaba, el castillo era sólo fachada. Aquí el sultán vivía con sus 10 concubinas. La madre las elegía y entre ellas, el sultán podía elegir a 4 favoritas. Éstas permanecían como favoritas, siempre y cuando, el sultán pasara con ellas durante 4 o 5 noches seguidas, si alguna ya no recibía ese privilegio, debía cambiarse de habitación. Las habitaciones eran grandes, cada una tenía 3 o 4 dormitorios y una sala, eran como pequeños apartamentos para la concubina y sus hijos. Entre ellas convivían en los lugares comunes, y los chicos se desarrollaban como hermanos en este grandísimo lugar. También la servidumbre tenía sus rangos. Las empleadas domésticas principales tenían una pequeña habitación, y las de menor rango, solamente una cama. Era aquello un hervidero de gente, 10 mujeres con todos sus hijos, 4 ó 5 por cada una, además la servidumbre superior y la menor. Todas ellas mujeres. Los hombres eran negros y eunucos, para que el sultán tuviera la supremacía sobre toda la población de su casa.
Esa noche Horacio, durante la cena, soñaba con ser un sultán y tener un harém. Ese restaurante tenía una decoración especialmente de sultanes, porque tenía pintados en las paredes hombres en ricos trajes, todos congregados, de una forma elegante y de importancia. Mirando las pinturas en las paredes, Horacio imaginaba . "¿Qué sería tener cuatro mujeres para mi solo?" Mientras su mirada vagaba en la distancia y su sonrisa mostraba placer y un poco de picardía, el representante de África contaba que su cultura les permitía tener las mujeres que pudieran mantener, que a veces el rey tenía conflictos porque no sabía con cuál de sus concubinas viajar, que seguramente ambas lo servían muy bien, y estando complacido con ellas, alguna vez tuvo que viajar con ambas, tras la incertidumbre y la indecisión de no querer herir los sentimientos de ninguna.
Así transcurrió la comida, cada representante contando la usanza de sus culturas y haciendo bromas sobre lo que las otras culturas apreciaban de ello. Una vez terminados, estábamos por levantarnos de la mesa "falta tu mujer, Horacio" le dijo uno de la mesa "no importa, se puede quedar, aún tengo otras tres de reserva". Había sido una velada tan divertida y creativa. Nuevamente nos dirigimos a dormir cruzando calles "al estilo turco" como diría Horacio, percibiendo el aroma de los marrons que venden en los carritos en las calles, escuchando el llamado de las 10 de la noche, última llamada a rezar entre los musulmanes.
Ese sonido característico de la llamada, suena como un concierto de elefantes levantando sus trompas. Varias veces al día, cada cuatro horas se repetía esta faena, escuchar los elefantes durante 15 minutos balar con sus trompas al aire, para continuar con el silencio de una vida rutinaria de turistas.
Cuántas veces he intentado escribir una novela sobre Istanbul, sin suerte. No me puedo meter en esa cultura islámica tan diferente a la occidental, con costumbres opuestas completamente. El escritor Pierre Loti, quien viviera en Istanbul durante 20 años, escribió un pequeño libro de sólamente 100 hojas, en donde en algunas páginas da una ligera visión de la cultura, de la forma en que él se infiltró y de lo que el destino le tenía. Fue una mujer, la que lo dejó aparcado allí todo este tiempo. Él era militar y había tenido una asignación en Turquía, donde conoció a Aziyadé, una esclava hermosa que de alguna forma se cruzó por su camino. Como tenía dueño, ella por medio de un mensajero, le hizo saber que pronto llegaría a Istanbul, que allí la esperara, y ella le enviaría un mensaje. El hombre la esperó por meses, deseando que el llamado de sus superiores, no le hiciera moverse de Istanbul. El se hizo mercader como tantos otros turcos y aprendió a mezclarse con todos ellos. Una vez a la semana venía Aziyadé entre las sombras, para que al amanecer, sin todavía haber despuntado el sol, salir cautelosa para regresar al harem, a esperar otra larga semana que los acercara.
Intentando escribir una novela me pierdo, al igual que Pierre Loti, entre la confusión de culturas. Entre lo prohibido del islam y la cultura velada que seguramente estará bien controlada entre sus seguidores.
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