Yo te llamé igual que en la otra ocasión,
sentí que debía llamarte, y nuevamente, igual que siempre, salió la
contestadora. Por qué siempre ella. Con gran duda dejé un mensaje, no era mi
clásico mensaje divertido, era dudoso. Yo tenía que llamarte algo me obligaba a
hacerlo, vi tantas señales sobre ti que pese a la premura de la cita, fui a mi
casa y te llamé. ¿Por qué esta duda? Ya casi en mi cita, me percaté que había olvidado
mi teléfono en la conexión de luz, y comprendí que era mi teléfono lo que yo
debía buscar, no a ti. Así todo el día sin teléfono permanecí, pero con una
gran preocupación.
La gran preocupación que me viene
persiguiendo desde hace días. Trato de ponerle un nombre y un apellido, una
situación pero siempre llego a lo mismo: tu.
¿Qué tiene tu historia que me ocupa tanto? ¿Qué hay de ti que no me
quieres decir? Entonces empiezo a recordar, a tratar de armar aquello que me de
sentido.
“Yo vivía gran tristeza, y un buen día
llegaste a mi vida, yo me apegué, yo te amé y sintiendo todo tu amor y tu
cariño fuimos viviendo juntos.
De pronto despareciste, sin una razón, me
olvidaste entre los trebejos de tus recuerdos. ¿Por qué? Porque te parecía
demasiado agresiva. ¿Cómo no ser agresiva si tu distancia me tenía apartada?
¿Por qué te acercaste a mi un buen día? ¿Por qué te alejaste de mi otro de
esos? De pronto lo peor de mi salía desde adentro, tenía ganas de matarte,
quería verte sufrir por toda la burla que de mi habías hecho. Debía buscar una
venganza.
Yo miraba entre tus cartas, aquellas que
tantas recibí y que leía con cuidado, y de pronto algo me saltó. Había una
carta pegada a otra, pegada a un papel en que escribías cualquier mensaje. No
comprendo como no la había descubierto, estaría tan emocionada de leer tus
frases que no me detuve a mirar el doble papel que allí había. Describías algo que yo no portaba, hablabas
de algo que yo no conocía. Seguí leyendo y así descubrí la verdad. Había un
harem en tu vida. Tu tenías una esposa pero viviendo en Occidente no podías
vivir con más de una, por lo que me conociste a mi y te enganchaste. Mi soledad
y mi necesidad de amor te atrajeron tanto, yo vivía feliz contigo, ¿cómo no
vivir feliz si tienes un hombre que te ama y te hace sentir como gran mujer?
¿Cómo ignorarlo si vivía feliz contigo? Yo no podía ver, sino mi felicidad, no
había nada que me mostrara algo que no fuera yo. Sin embargo un día las visitas
cedieron. Nunca mas te apareciste, me dejaste esperándote como si fuera un
árbol.
Yo sabía que amabas a alguien, ese amor
lo sentía tan fuerte, yo asumía que era a mi. Yo lo recibía tan fuerte, pero
había una tercera. Te enamoraste de ella porque te ignoraba, no te daba todo lo
que querías, te hacía malas pasadas y tu te fuiste enganchando. Pasaban los
años, y cuando necesitabas mucho amor y mucha ternura conmigo regresabas, yo era
feliz, vivía enamorada de ti, esperando que regresaras y nunca regresaste
realmente. Ibas enamorado de una tercera que nunca vi. Yo la vi, pero no la
quise ver. Yo pensaba que eras un corazón honesto y que estabas molesto. Sin
embargo un buen día decidiste dejar a ese amor también, y es cuando comprendí
que el teatro se caía.”
Al cabo de un rato, regresaba a mi casa.
Rapidamente busco mi teléfono ya que en toda la mañana lo había extrañado. No
había podido hacer llamadas ni recibir mensajes, el remordimiento de saberme
desobligada me llevaba a buscarlo. No me había perdido de nada, ningún mensaje
importante ni alguna respuesta a esa duda tan grande que me había albergado.
Vuelvo a llamar, “tal vez ahora ya tenga
suerte” pienso para mi. No respondiste, como siempre, sin embargo algo si era
diferente, habías cambiado el mensaje, “escríbeme a mi correo”, era tu frase.
Entonces comprendí mi precognición de la
mañana: Yo sentí tu despedida y te la respondí, aunque tu nunca pensaste en mi.
Siempre he sido yo la que llama, la que busca, la que se mueve, para recibir de
ti el favor o no favor de atención. Hace días pensaba en ti, lloraba porque
sabía que no vendrías y hoy lo confirmo. Nunca mi amor te interesó, nunca hubo
algo de tu parte, solo fue un momento de locura que ya superaste. Un momento de
agonía que terminó en simple hasta luego, no, ni un hasta luego, terminó como
empezó, en un silencio, la diferencia estuvo en que empezó con una mirada, y
terminó con una espalda.
Mi honor estaba en juego, yo no podía
quedarme como siempre tranquila, esperando que las aguas se calmaran. Ardió en
mi el deseo de la venganza, como siempre después del amor, viene el odio,
después del desprecio viene la rabia. Empecé a urdir un plan. Conozco tus
caminos y tus movimientos, pese a la distancia, me fui a vivir a tu barrio.
Varios días te seguí al trabajo, quería comerte, tu pose y tu caminar, tu
actividad y tu forma de ser me encantan. Sin embargo la rabia me acometía, no
te perdonaría, saberme compartida con tres o dos o cinco era demasiado. Saberme
burlada por ti y tu incongruencia masculina alimentaba mi rabia.
Esperé todo el día, afuera de tu oficina,
cómodamente había un café que me permitía ver y mirar sin ser mirada. Varios
días te seguí a la antigua, varios días y varias noches. Mis disfraces eran
especiales, inclusive te choqué alguna vez, tu no te percataste que era yo.
Esa noche, saliste más tarde que siempre
de la oficina. Me presenté como yo misma. Tu cara no dejó de impresionarse.
–“Hola querida” me dijiste en un frío y conmocionado saludo. Hacía frío y yo
llevaba una capa que me cubría. Debajo de ella escondía tu final. Una pequeña
daga envenenada. Yo me acerqué a ti, te besé con toda mi pasión y en cada
abrazo una puñalada yo te daba. Cada beso, cada abrazo apasionado que recibía
solo me estimulaba el volverte a lastimar.
Allí te dejé, tirado a media calle,
hombre-harem, hombre pernicioso y lastimero. Nadie me vio. Entré en una
cafetería cercana y con nervios esperaba ver tu final, observar si alguien
había visto mis tremendos actos, si alguien de mi desconfiaba. Por curiosidad
en el baño dejé mi capa, no fuera a ser que alguien me hubiera visto. La daga,
clavada en tu pecho la dejé, era el recuerdo más merecido del amor que de ti
recibí. Mis guantes en mi bolso guardé.
Yo miraba ir y venir gente, y así como
testigo miraba tu triste final. Alguien a mi me cuestionó: -“¿Vio algo?” Con
nerviosismo transformado en tristeza mirando la turba que cubría tu cuerpo
mirando fijamente a los ojos del policía le respondí –“no oficial, no vi nada”.
Hoy vivo sin Corazón… Murio contigo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario