Él, un hombre de edad mediana blanco como la leche, ojos oscuros y profundos, de origen ruso. Su mirada triste no disimulaba la huella de abandono que en sus años mozos e infantiles recibiera de parte de su padre. Su presencia fornida no parecía darle la seguridad que un hombre de su estatura requería. Iba, así grande y fornido, pero enjuto de alma. Su voz que esperándose fuerte y soberbia, era sólo un silbido tapado por el mal funcionamiento de su sistema respiratorio que mostraba un tapón a cada frase que profería. Como cada mañana se levantaba, se miraba en un espejo y giraba la cabeza, "ése no soy yo, ése no me gusta" se decía cada día.
Salía de su casa, iba al encuentro de su vecino, para que así no tuviera que enfrentarse a su soledad y a su impotencia en el solitario viaje en el subte hacia su oficina. Iban callados, como hombres escuchando el noticiero. Sergei con todo cuidado, escuchaba la voz del locutor, "yo soy ese locutor", se decía a sí mismo "mi voz es idéntica a la de él". Nada cuesta soñar, pero al hacerlo uno debe saber las herramientas con que cuenta, para utilizarlas correctamente, para que funcionen a nuestro favor. Así escuchaba al locutor y con su vecino comentaba algo simple, de aquellos comentarios sin fundamento que hacen los hombres al no querer hablar de algo en especial. Se despedía de él y acordaban encontrarse en la misma esquina a cierta hora por la tarde.
Él, Sergei llegaba a su oficina, y mostraba la cara del locutor que acababa de escuchar. Él era el comentarista, él no podía presentarse como sí mismo, porque él no se gustaba.
La apariencia que iba en la vida era la del hombre perfecto, la del hombre de la radio con la voz masculina y bien entonada que decía sólo cosas bellas de él. Nadie lo conocía a ciencia cierta, la misma gente allegada a él dudaba si en verdad era el mismo que habían venido tratando desde tiempo atrás. Sergei iba muy feliz. ¿Quien le hace mala cara al joven apuesto de la radio? ¿Quien ignora al joven con la hermoa voz? Él sabía hacer creer a la gente que él poseía esa voz, la gente lo miraba, y lo volteaba a ver, tenía una apariencia hermosa, pero no se daba cuenta que algo en su voz no sonaba bien. Se escuchaba linda, pero de pronto, salía la voz del espejo, salía la voz del hombre real, y la gente no lo reconocía.
Había mucha gente que no le importaba, si el tenía voz discordante o voz diferente, no era algo que le preocupaba.
Un día Sergei vio una chica hermosa, se acercó a ella, su olor, su mirada lo transformaron. De pronto sintió que un flechazo pegaba en su corazón y estaba seguro de haberla encontrado, era esa hermosa joven la que él venía esperando desde tiempo atrás.
De muy pequeña, había sido abandonada por su padre, él desesperado, enojado por la esposa que había elegido, no se tocó el corazón, y sin pensar en su pequeña hija, las dejó para aparecerse una que otra vez para calmar su atormentada conciencia. La madre de la pequeña había tenido que salir al mundo a buscar un laburo, el pan para sustentarla, un plan que la madre no tenía en mente, una actividad que debiera suceder cuando Sylvia y los otros hijos que pensaba tener, fueran mayores. Con el dolor en el corazón cada día la madre dejaba a Sylvia en la escuela, de donde la buscaba ya tarde en la noche. Sylvia comprendió que su madre la había abandonado también, que debía quedarse sola en una escuela fría cada tarde esperando que cayera la noche, para que su madre pasara a buscarla. Ella sufría, ella necesitaba de una madre cercana, de una madre que la escuchara y una madre a la que tomar de la mano y contarle todos sus pensamientos, todas sus inquietudes. Así iba ella, Sylvia, triste creciendo sin madre y sin padre, siniténdose traicionada por haber sido abandonada por su padre y siendo evasiva por sentirse abandonada por su madre. Su madre no comprendía que Sylvia estuviera abandonada. Ella estaba protegiendo a su hija. Ella estaba laburando para ellas dos, y en ningún momento sintió que la estuviera dañando.
La madre, había encontrado su lugar en el mundo, había hallado el laburo que la desarrollaba, aquél que la hacía feliz, y ella iba subiendo de puesto día con día, iba siendo apreciada por sus dotes amables y bien estudiadas. Como corresponde a una mujer exitosa, encontró otro hombre que la cuidó y la acompañó siempre. Él se convirtió en un padre para Sylvia y su madre estaba complacida, finalmente le había dado el padre que Sylvia necesitaba y nada podría ir mal de ahora en adelante, pero la huella de la traición se implanta en el corazón infantil desde muy corta edad, no hay suplente capaz de borrar esta huella.
Sin embargo Sylvia ya estaba dañada, ya había quedado con la huella del abandono y la traición, ya no había vuelta atrás. Así un día Sergei, bien parecido, fuerte y bien dotado, se acercó a la hermosa Sylvia.
Ambos se atraían por ser abandonados, ambos se gustaban porque tenían aquello que los haría ser infelices por siempre, ambos habían encontrado en el otro, lo que los haría continuar la tradición familiar de sentirse abandonados, la tradición de saberse traicionados, la costumbre de seguirse lastimando por generaciones.
Ambos buscarían la forma de estar alejado uno del otro, ambos eran huidizos, ambos se lastimaban en la distancia, porque era la forma que conocían del amor. Sylvia había vivido anhelando tener una madre, pero estaba siempre ocupada en mantenerlas, mientras que Sergei vivía la historia parecida la historia del hombre que emula el locutor de la radio, que no presenta su verdadera personalidad, sólo la apariencia que lo hace ser bien aceptado. Su abandono había sido de parte de su padre, había sido él quien lo había encontrado poco atractivo por no tener los mismos ojos azules que tenía toda la familia, y lo veía como la deshonra, en cuanto llegó otro hermano con los ojos del color que el padre esperaba, Sergei se vio destronado y con la huella de un abandono que día a día lo llevaría triste por el mundo.
Con el tiempo de tratarse y enamorarse, Sylvia y Sergei se casaron. Vivían el amor que dos niños abandonados corresponde. Cada uno en su aislamiento, en aquél que los mantenía seguros para evitar ser lastimados nuevamente. Sergei, tenía un buen laburo, desde allí, le llamaba a su esposa Sylvia, desde la distancia, él enfocado, la conquistaba, desde su piedra, desde su estandarte de seguridad él podía amarla, sin sufrir el daño de la convivencia que a la larga lo abandonaría. Ella estaba también feliz, porque desde la distancia ella se sentía amada, él le llamaba y la cuidaba ella hacía sus actividades, se desarrollaba. Sin embargo, le faltaba un pequeño ingrediente a esa hermosa y distante relación. Sylvia tenía la huella del abandono paterno, aquél que nunca pudo superar al casarse su madre nuevamente. Ella en el fondo sabía de la traición, ella en injusticia total, se quejaba con Sergei de su distancia, de su descuido, y así, en el desgaste de una vida mal trabajada, ambos se separaron, amándose intensamente porque cada uno llenaba la herida no trabajada de esa infancia vivida.
Salía de su casa, iba al encuentro de su vecino, para que así no tuviera que enfrentarse a su soledad y a su impotencia en el solitario viaje en el subte hacia su oficina. Iban callados, como hombres escuchando el noticiero. Sergei con todo cuidado, escuchaba la voz del locutor, "yo soy ese locutor", se decía a sí mismo "mi voz es idéntica a la de él". Nada cuesta soñar, pero al hacerlo uno debe saber las herramientas con que cuenta, para utilizarlas correctamente, para que funcionen a nuestro favor. Así escuchaba al locutor y con su vecino comentaba algo simple, de aquellos comentarios sin fundamento que hacen los hombres al no querer hablar de algo en especial. Se despedía de él y acordaban encontrarse en la misma esquina a cierta hora por la tarde.
Él, Sergei llegaba a su oficina, y mostraba la cara del locutor que acababa de escuchar. Él era el comentarista, él no podía presentarse como sí mismo, porque él no se gustaba.
La apariencia que iba en la vida era la del hombre perfecto, la del hombre de la radio con la voz masculina y bien entonada que decía sólo cosas bellas de él. Nadie lo conocía a ciencia cierta, la misma gente allegada a él dudaba si en verdad era el mismo que habían venido tratando desde tiempo atrás. Sergei iba muy feliz. ¿Quien le hace mala cara al joven apuesto de la radio? ¿Quien ignora al joven con la hermoa voz? Él sabía hacer creer a la gente que él poseía esa voz, la gente lo miraba, y lo volteaba a ver, tenía una apariencia hermosa, pero no se daba cuenta que algo en su voz no sonaba bien. Se escuchaba linda, pero de pronto, salía la voz del espejo, salía la voz del hombre real, y la gente no lo reconocía.
Había mucha gente que no le importaba, si el tenía voz discordante o voz diferente, no era algo que le preocupaba.
Un día Sergei vio una chica hermosa, se acercó a ella, su olor, su mirada lo transformaron. De pronto sintió que un flechazo pegaba en su corazón y estaba seguro de haberla encontrado, era esa hermosa joven la que él venía esperando desde tiempo atrás.
De muy pequeña, había sido abandonada por su padre, él desesperado, enojado por la esposa que había elegido, no se tocó el corazón, y sin pensar en su pequeña hija, las dejó para aparecerse una que otra vez para calmar su atormentada conciencia. La madre de la pequeña había tenido que salir al mundo a buscar un laburo, el pan para sustentarla, un plan que la madre no tenía en mente, una actividad que debiera suceder cuando Sylvia y los otros hijos que pensaba tener, fueran mayores. Con el dolor en el corazón cada día la madre dejaba a Sylvia en la escuela, de donde la buscaba ya tarde en la noche. Sylvia comprendió que su madre la había abandonado también, que debía quedarse sola en una escuela fría cada tarde esperando que cayera la noche, para que su madre pasara a buscarla. Ella sufría, ella necesitaba de una madre cercana, de una madre que la escuchara y una madre a la que tomar de la mano y contarle todos sus pensamientos, todas sus inquietudes. Así iba ella, Sylvia, triste creciendo sin madre y sin padre, siniténdose traicionada por haber sido abandonada por su padre y siendo evasiva por sentirse abandonada por su madre. Su madre no comprendía que Sylvia estuviera abandonada. Ella estaba protegiendo a su hija. Ella estaba laburando para ellas dos, y en ningún momento sintió que la estuviera dañando.
La madre, había encontrado su lugar en el mundo, había hallado el laburo que la desarrollaba, aquél que la hacía feliz, y ella iba subiendo de puesto día con día, iba siendo apreciada por sus dotes amables y bien estudiadas. Como corresponde a una mujer exitosa, encontró otro hombre que la cuidó y la acompañó siempre. Él se convirtió en un padre para Sylvia y su madre estaba complacida, finalmente le había dado el padre que Sylvia necesitaba y nada podría ir mal de ahora en adelante, pero la huella de la traición se implanta en el corazón infantil desde muy corta edad, no hay suplente capaz de borrar esta huella.
Sin embargo Sylvia ya estaba dañada, ya había quedado con la huella del abandono y la traición, ya no había vuelta atrás. Así un día Sergei, bien parecido, fuerte y bien dotado, se acercó a la hermosa Sylvia.
Ambos se atraían por ser abandonados, ambos se gustaban porque tenían aquello que los haría ser infelices por siempre, ambos habían encontrado en el otro, lo que los haría continuar la tradición familiar de sentirse abandonados, la tradición de saberse traicionados, la costumbre de seguirse lastimando por generaciones.
Ambos buscarían la forma de estar alejado uno del otro, ambos eran huidizos, ambos se lastimaban en la distancia, porque era la forma que conocían del amor. Sylvia había vivido anhelando tener una madre, pero estaba siempre ocupada en mantenerlas, mientras que Sergei vivía la historia parecida la historia del hombre que emula el locutor de la radio, que no presenta su verdadera personalidad, sólo la apariencia que lo hace ser bien aceptado. Su abandono había sido de parte de su padre, había sido él quien lo había encontrado poco atractivo por no tener los mismos ojos azules que tenía toda la familia, y lo veía como la deshonra, en cuanto llegó otro hermano con los ojos del color que el padre esperaba, Sergei se vio destronado y con la huella de un abandono que día a día lo llevaría triste por el mundo.
Con el tiempo de tratarse y enamorarse, Sylvia y Sergei se casaron. Vivían el amor que dos niños abandonados corresponde. Cada uno en su aislamiento, en aquél que los mantenía seguros para evitar ser lastimados nuevamente. Sergei, tenía un buen laburo, desde allí, le llamaba a su esposa Sylvia, desde la distancia, él enfocado, la conquistaba, desde su piedra, desde su estandarte de seguridad él podía amarla, sin sufrir el daño de la convivencia que a la larga lo abandonaría. Ella estaba también feliz, porque desde la distancia ella se sentía amada, él le llamaba y la cuidaba ella hacía sus actividades, se desarrollaba. Sin embargo, le faltaba un pequeño ingrediente a esa hermosa y distante relación. Sylvia tenía la huella del abandono paterno, aquél que nunca pudo superar al casarse su madre nuevamente. Ella en el fondo sabía de la traición, ella en injusticia total, se quejaba con Sergei de su distancia, de su descuido, y así, en el desgaste de una vida mal trabajada, ambos se separaron, amándose intensamente porque cada uno llenaba la herida no trabajada de esa infancia vivida.